Era una relajada tarde de domingo. El juego de fútbol está en la televisión, la merienda está en la mesa de la sala y mi esposo y nuestra hija de 13 años están descansando en sus sillas durante los comerciales. Se reanuda el juego, o por lo menos inician las animadoras… la cámara se enfoca en una rubia a penas vestida. Mi hija se da vuelta para preguntarle a su padre acerca de los resultados, pero sus ojos están pegados a la televisión

“Papá, ¡te acabo de preguntar quien va ganando! ¿Me escuchaste?”

“Mmm, ¿cómo? Perdón, cariño… ¿qué me estabas diciendo?”

“No te preocupes, papá. Solamente veamos el juego.”

Una noche, algunos meses después, el sonido de la televisión en la sala de estar me despertó. Pensé “No debe de poder dormir… quizá está preocupado por el trabajo. Iré a preguntarle si desea hablar u orar.” Caminé hacia la sala de estar y vi a mi esposo sentado en el suelo, viendo algunas imágenes raras. Justo cuando iba a preguntarle acerca de qué estaba viendo, me llevo la gran sorpresa; está viendo el retorcido contenido del canal Playboy, ¡en nuestra sala!

Esto no puede estar sucediendo… Estoy allí, petrificada del impacto, incapaz de moverme. Mi esposo no sabe que estoy 3 metros detrás de él. Deseé que la escena que estaba presenciando no estuviera sucediendo, luego me escucho decir: “¡¿Qué estás haciendo?!”  Sorprendido, da un salto y me ve enojado, como si yo fuera una intrusa en su mundo de fantasía… luego su expresión cambia rápidamente a una de culpa y murmura “ehh, estaba cambiando de canales y accidentalmente terminé en el canal Playboy.”

En ese tiempo, yo no había escuchado acerca de la “adicción al sexo” y no sabía de muchos cristianos luchando con la pornografía; nadie en la iglesia hablaba acerca de eso. Pregunté a algunas de mis amigas cristianas si pensaban que debía preocuparme, y no vieron ninguna razón para preocuparme, diciéndome que pensaban que era un accidente aislado. No tenía razón para no creerles o a mi esposo, después de todo, él iba a la iglesia cada semana, había enseñado en la Escuela Dominical durante años, y leía su Biblia y oraba frecuentemente.

Mi esposo había cubierto su adicción, pero no podía esconder lo que eso le estaba causando – y a nosotros. Una noche nuestra hija de 16 años vino a mí, llorando, y dijo: “Mamá, hay algo malo con papá; él no me habla como otros padres hablan con sus hijos. Si me pregunta cómo estuvo mi día, no escucha mi respuesta. Cuando vamos a la iglesia, es como si estuviera sentado en solitario en una habitación llena de gente. No puede ver a nadie a los ojos. Mis amigos me preguntan por qué él es así y ellos no quieren venir a nuestra casa. Si esta es la mejor vida que puedo tener, ya no quiero vivir… y ¿te has dado cuenta que papá no puede quitar los ojos de las porristas en la televisión o de otras mujeres en la iglesia?”

A nosotras, las esposas, nos es muy difícil enfrentar este problema; ninguna mujer desea a su esposo en esto. Es doloroso, y es difícil encontrar otra mujer a quien le podamos hablar abiertamente acerca de esto. Cuando mi hija cayó en una depresión suicida, me decidí y enfrenté a mi esposo acerca de su comportamiento. Él accedió a ir a consejería individual, y además fuimos a consejería matrimonial.

Pero el daño ya se lo había causado a mi hija, ella había empezado a buscar el amor y atención que necesitaba de su padre en la clase equivocada de hombres. Cuando llegó a los 18 años tuvo su primera experiencia sexual – como víctima de violación durante una cita. Este fue solamente el inicio de su búsqueda de amor en hombres egoístas que la usaban solamente para su placer. Una noche, un año después, mi hija cayó a mis pies en llanto y me reveló que había llegado a la prostitución. Mi corazón se rompió en dolor y lamento al ver a mi bella hija, sollozando en el piso. Intenté levantarla y llevarla a mis brazos, pero me empujó. Me pregunté si se sentía tan manchada y sucia que pensaba que nadie podría amarla, ni aún su propia madre.

Cuando le conté a mi esposo acerca de el trágico giro que la vida de nuestra hija había tenido, se quedó callado; ni siquiera me vio. Su respuesta fue  retirarse a un aislamiento aún más profundo. La situación se prolongó por semanas hasta que ya no lo soporté y lo arrinconé en el comedor:

“¿Todavía estás viendo pornografía y masturbándote?”

No me podía ver o decirme algo. Luego de 22 años de matrimonio, lo supe.

Estaba hirviendo en enojo… “Tu silencio es ensordecedor”.

“No quiero mentirte nuevamente, pero no puedo decirte la verdad.” Me respondió.

En un instante me di la vuelta hacia la sólida mesa de roble de nuestro comedor; mi esposo retrocedió hacia una esquina detrás de la mesa y se quedó allí, temblando y sudoroso.

Luego de 22 años de traición, estaba descompuesta y lista para matar al hombre a quien adoraba al sexo en lugar de a Dios. En su lugar, llamé a una amiga y le pedí que me llevara al hospital psiquiátrico. Fue allí, rodeada de esas columnas de madera y el olor a desinfectante, que decidí que era el momento de dejar a mi esposo y pedirle el divorcio. Tenía que buscar una nueva vida, sola.

Había perdido tanto debido a la lujuria y al orgullo. Si estás luchando con la adicción sexual, por favor, no creas la mentira de que tu lujuria no está hiriendo a nadie más. Por favor, no creas que puedes vencerla por ti mismo. Por favor, no tengas miedo de mostrarte vulnerable ante otros, de decirle la completa verdad a alguien que pueda ayudarte porque él mismo ha estado allí.

Mi esposo asistió a un grupo “Fortaleza en la Unidad” (Strenght in Numbers) tres veces. Recuerdo que el líder del grupo llamó un domingo para preguntar cómo le iba; luego de que mi esposo dejara el teléfono me dijo: “Ese chico sabe exactamente qué preguntas hacer… Odio responder ese tipo de preguntas”. Mi esposo nunca regresó a ese grupo, y ahora es mi ex-esposo. Por favor, antes de perder tu familia, busca ayuda.

Accedí a compartir mi historia porque nosotros, los cristianos, debemos hablar acerca de este tema. Hace poco escuché una transmisión de Enfoque a la Familia que hablaba acerca del tema, y no puedo describir completamente lo que eso significó para mí; me di cuenta de que no estaba sola y que le importaba a Dios.

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